Embajadores políticos: herramienta mal utilizada
Juan Ignacio Brito Facultad de Comunicación U. de los Andes, investigador del Centro Signos
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Juan ignacio Brito
En un mundo donde la incertidumbre crece, la diplomacia cobra renovada importancia. Ocurre lo mismo con los embajadores, especialmente aquellos que están destinados a países cuya relación con nuestro país resulta estratégica. Por eso es una lástima que, una vez más, la designación de parte de los representantes diplomáticos chilenos en el extranjero haya quedado teñida por el cuoteo y el amiguismo, antes que guiada por la defensa del interés nacional en el marco de un diseño de política exterior amplio y coherente.
“Es una lástima que, una vez más, la designación de varios representantes diplomáticos quedadara teñida por el cuoteo y el amiguismo, antes que orientada por la defensa del interés nacional en el marco de un diseño de política exterior amplio y coherente”.
La Constitución entrega al Presidente de la República la conducción de las relaciones con las potencias y organismos extranjeros. Además, el nombramiento de los embajadores, que en otros países debe pasar por el cedazo del Congreso, es en Chile atribución presidencial exclusiva. Por desgracia, este privilegio ha sido utilizado históricamente por los mandatarios con fines ajenos a una óptima conducción de la política exterior.
Se ha hecho común dividir a los embajadores entre aquellos que son “de carrera” (funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores que han subido peldaño a peldaño el escalafón burocrático hasta llegar a la posición de “embajador”) y los “políticos” (que sin haber hecho carrera diplomática, entran al servicio exterior merced a una preferencia presidencial). La controversia se ha centrado en las designaciones políticas, toda vez que el actual mandatario, pese a haberse declarado en el pasado contra el “pituto” en esta materia, parece haber recurrido a criterios cuestionables para nominar a varios embajadores.
En esto no hay novedad. Todos los presidentes recurren a motivaciones que poco tienen que ver con la diplomacia para nombrar a los “embajadores políticos”: alejar a un rival peligroso del país, consolar a alguien que postuló sin éxito a otro cargo, repartir puestos entre los aliados de coalición, premiar a un servidor leal o, incluso, favorecer a amigos o cercanos.
Con excepción de la última, ninguna de estas prácticas resulta criticable en sí misma. El Presidente de la República hace uso de una potestad que le confiere la Constitución para nombrar a personal de su confianza y no es raro que lo encuentre en su coalición política. Sin embargo, debería tomar en cuenta de manera obligatoria que el legislador le ha entregado esta atribución para que sea capaz de llevar adelante con eficiencia y acierto la conducción de la política exterior, por lo que sus designaciones tendrían que estar subordinadas a ese objetivo superior. Para ello, debería recurrir a figuras de elevada preparación y conocimiento, que sean capaces de operar con destreza en el arte de la diplomacia.
Eso es lo que resulta cuestionable en las designaciones recientes. Por un lado, parecen priorizar objetivos de política interna por sobre los de la política exterior, con lo cual se le inflige un daño a esta y al interés nacional, porque el país queda representado ante socios clave por un elenco de embajadores insuficientemente preparado. Por otra parte, no se advierte en los nombramientos conocidos un patrón que permita identificar un diseño de política exterior coherente. La impresión que queda es que se ha vuelto a utilizar con cierta desaprensión una herramienta (los “embajadores políticos”) que está pensada para potenciar la diplomacia, pero que, usada como ha venido siéndolo, termina haciendo justo lo contrario: debilita nuestra representación ante potencias y organismos relevantes.